Colegio Sagrado Corazón

Sagrado Corazón

COLEGIO Y CENTRO DE FORMACIÓN PROFESIONAL

CATÓLICO Y PRIVADO-CONCERTADO

"Con el corazón mirando al futuro"

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Ainhoa Fernández, de 3º de la ESO, gana un premio de relato con una inquietante historia de espejos

Decía de sí mismo don Gregorio Marañón, uno de los más ilustres españoles del siglo XX, que era un «trapero del tiempo», y eso quería decir que «aprovechaba cualquier momento» para hacer siempre algo de provecho. Esa actitud, unida a su enorme talento, le permitió vivir varias vidas en una: fue médico, científico, historiador, político, escritor, pensador… Pocas personas han tenido tal actividad en su vida.

Una vez que tuvo que estar en prisión -cosas de la España de la Guerra Civil-, aprovechó don Gregorio para traducir una novela entera inglesa sobre un personaje esencial de la España del siglo XIX. Igual que nuestra Ainhoa Fernández, alumna de 3º de la ESO, orgullo de nuestro centro, que en un mes que tuvo que pasar hospitalizada aprovechó para escribir un relato, su primer gran relato, con el que ha ganado un concurso nacional de escritura juvenil.

La semana pasada acudió a Murcia a recoger el premio, y en estas líneas queremos reconocer su excelente labor y su calidad humana. Ainhoa, como Gregorio Marañón, tiene talento y tiene capacidad de trabajo. Y, además, es buena compañera y una alumna excelente.

Entre las cosas que le pasan por la cabeza está estudiar Física para dedicarse a la Astronomía. Nos encanta. Aunque es posible que, mientras, la sigamos viendo escribir, porque es una lectora apasionada. O puede que al final opte por las bellas artes, que hay que ver cómo dibuja. O quizá, quién sabe, como Don Gregorio Marañón, sea un poco de todo, y todo lo haga bien.

¡Muchas felicidades por tu premio, Ainhoa! ¡Sigue así!

Os dejamos el relato íntegro con el que ganó el premio. Se titula «El espejo»

El espejo

Cristian estaba sentado en la habitación de su madre. Estaba sentado como los indios, con los brazos cruzados, y bastante aburrido. Había jugado con todos su juguetes, había corrido por toda la casa y había robado algún que otro tentempié de la nevera. Pero nada, ya nada le quitaba el aburrimiento ¿Qué otra cosa podría hacer un domingo por la tarde.

La madre de Cristian había salido de casa, y para cualquier niño de siete años, como Cristian, aquella podría ser una oportunidad perfecta para hacer alguna travesura sin ser visto, pero a Cristian no se le ocurría nada emocionante o que valiera la pena hacer. Y, para colmo, llovía. Pequeñas gotas de lluvia caían en la ventana y poco después resbalaban.

Cristian miró alrededor. La habitación de su madre era grande, la más grande de la casa. Constaba de una cama de matrimonio con las sabanas revueltas, un armario de madera, una ventana pequeña, un sillón orejero y dos mesitas de noche a cada lado de la cama. Y un espejo de cuerpo entero. Cristian no había reparado nunca en él, estaba en una esquina del oscuro cuarto y casi parecía que se intentaba esconder entre las sombras.

«Qué tontería, los espejos no se esconden», dijo Cristian en voz baja. Sin embargo, Cristian juraba que no estaba en la habitación cuando él entró y se sentó en medio del cuarto ¿Había estado alguna vez siquiera ahí? Cristian se levantó lentamente y anduvo grabados y relieves inscritos en él; parecía muy antiguo. Su reflejo lo miraba con curiosidad y Cristian se acercó aún más al espejo. Aunque él era un niño pequeño, no le sorprendió verse reflejado a sí mismo y estaba a punto de decidir que aquello tampoco era interesante y que sería mejor que se volviera a sentar.

Estaba a punto de irse cuando un pequeño detalle llamó su atención: su reflejo era un poco diferente. No sabría qué había cambiado, pero el espejo reflejaba algo diferente algo diferente en él. Cristian juraría que el espejo desprendía una energía distinta, se sentía adormilado junto a él y parecía cmo si la composición del aire hibniese cambiado, era más pesado y difícil de respirar. Cuando dejó de prestar atención al detalle de que la atmósfera a su alrededor parecía haber cambiado, volvió a mirarse en el espejo y le horrorizo verse en él.

No podría decir que su nariz se hubiese hecho más grande, que sus ojos miel ahora fueran azul eléctrico o que su pelo castaño se hubiese vuelto pelirrojo. No, era algo peor. Su reflejo lo miraba demacrado y pálido, unas ojeras oscuras rodeaban sus ojos y estos ya no brillaban, como si estuvieran muertos. Su piel adquiría un tono azulado por momentos y manchas moradas aparecían poco a poco por sus piernas y brazos. El corazón le latía a toda velocidad cuando comprendió lo que estaba viendo: estaba pudriéndose.

Quiso gritar, pero no pudo. Quiso correr, pero no pudo. Algo lo tenía ahí anclado y le obligaba a mirar cómo poco a poco se descomponía. De repente, su reflejo empezó a formar la sonrisas más macabra que Cristian había visto nunca, ni siquiera pestañeaba. Su reflejo lo miraba fijamente mientras sonreía de oreja a oreja. Basta decir que Cristian no sonreía en absoluto. Después de un tiempo, que a Cristian le parecieron años, su reflejo levantó una huesuda mano y le hizo una seña para que lo siguiera. Su sentido le habría dicho que ni se le ocurriera seguir al reflejo, pero Cristian no era capaz ni de pensar en ese momento. Un frío paralizante le azotó cuando traspasó la superficie del espejo con los ojos cerrados, ya que tenía tanto miedo que no se atrevía a abrirlos.

No sabía dónde estaba. «Sí sé dónde estoy, pensó. Estoy dentro del espejo». Abrió los ojos y todo lo que vio fue oscuridad, una oscuridad absoluta que amenazaba con ahogarlo. Dentro del espejo hacía u frío helador y Cristian empezó a tiritar. Miró alrededor, en un intento de ver algo, pero era imposible. No había ni una gota de luz.

– ¿Hola? -dijo Cristian.

Nadie respondió. Ahí dentro el silencio también era absoluto.

– ¿Dónde estoy? -gritó

– Estás dentro del espejo.

Cristian se quedó helado cuando aquella voz ronca y susurrante le respondió. Sonaba como si estuviera a su lado, susurrándole al oído, pero tampoco podía distinguir nada entre la penumbra.

– ¿Quién eres? – preguntó Cristian.

Tras un momento de silencio, como si la voz pensara qué responder, escuchó:

– Soy tu otro yo.

– No existe otro yo- dijo Cristian aparentando estar seguro de sí mismo.

En realidad, Cristian tenía tanto miedo que temblaba y sentía que cada vez hacía más frío dondequiera que se encontrara.

– ¿Cómo salgo de aquí? -preguntó con un hilo de voz.

– No se puede salir, estás condenado a quedarte eternamente.

La voz sonaba cada vez más inhumana, aquello no era una persona.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -dijo Cristian atemorizado.

La voz calló unos segundos.

– Soy tan antiguo como el espejo, como el sol, como las estrellas. Sin embargo, la pregunta no es cuánto tiempo llevo aquí, sino… ¿alguna vez siquiera no he existido?

– ¡Mentira! -chilló Cristian-, ¡El sol y las estrellas son demasiado viajas para que tú tengas su edad!

La voz soltó una macabra risita, parecía como si disfrutara con la desesperación de Cristian.

-Cristian, se nota que solo tienes siete años, un así, eres inteligente -dijo la voz que cada vez sonaba más grave-, en el otro lado las cosas no funcionan como en tu lado.

Cristian estaba tan asustado que ni siquiera prestó atención al detalle de que la voz sabía su edad.

– ¡Déjame salir! ¡Quiero irme a mi casa!

– Hablando de irse de aquí -la voz sonaba tan grave que casi no se entendía lo que decía-, gracias por ocupar mi puesto, Cristian. Espero que pronto te acostumbres a la oscuridad.

El silencio total en la casa fue interrumpido por el ruido de la cerradura de la puerta principal. Una mujer acababa de entrar cargada con bolsas de la compra que dejó precipitadamente en la mesa de la cocina. En ese momento, se preguntó si su hijo estaría durmiendo, porque no lo escuchaba armar escándalo como él solía hacer. Con esa idea en su cabeza, fue directa a la habitación de su hijo, pero él no se encontraba allí.

Revisó el salón, tampoco había rastro de él. Se estaba empezando a asustar, ya que había revisado prácticamente todos los rincones de la casa, y seguía sin encontrarlo. Pero se fijó en que la puerta de su propio cuarto estaba entreabierta y un resquicio de luz se colaba por el pasillo. Abrió la puerta de su habitación y se sobresaltó al ver a su hijo sentado en el suelo, aunque se tranquilizó al comprobar que estaba bien.

– Hola, Cristian, ya he vuelto.

Cristian giró la cabeza hacia su madre y le sonrió, a lo que ella respondió devolviéndole la sonrisa. Claro que ella nunca supo que aquel no era su hijo.

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